La docencia como quimera.

No deja de ser paradójico que todavía se suela hablar de la docencia como «vocación». Hablando más fuerte, antes de la paradoja, apelar a la vocación del docente tiene una connotación perversa. Equiparable a la vida religiosa y sus votos, a la motivación sacrificial del médico o al destino heroico del soldado, elegir la docencia como profesión supone encarar una y otra vez una especie de conjuro o mordaza ante cualquier posibilidad de queja so pena de quedar ya como un ingenuo en el mejor de los casos, ya como un idiota o un avaro capitalista en el peor de todos. Detrás de la carga semántica de la vocación, acechan como obviedades o consecuencias de facto las remuneraciones precarias que contrastan con la zalamera hipocresía de la importancia y responsabilidad de tener a cargo «el futuro» de un pueblo, la formación de la infancia, la cualificación del capital humano de una sociedad. Perversa es la forma como se espera que el docente se aplace a sí mismo ante la evidencia de haber decidido por una vida de servicio. Claro, como si en las demás opciones el servicio o el destino de la profesión hacia la comunidad fuera sólo una vicisitud no obligada de un camino que tiene por fin a sí mismo, el bienestar propio y la satisfacción ego-maníaca. La falaz distinción entre profesión y vocación que mantiene un tufillo a incienso y votos de pobreza, obediencia y castidad.

Sin embargo, la perversidad del asunto se amplifica en el primer aspecto paradójico de la docencia: la subordinación de la educación a una lógica neoliberal de producción. En este punto no sobra recordar al lector que seguramente está por gritar: «¡No, pues tan ingenuo!», que tal reacción ya la he previsto líneas atrás. No sueño con otras épocas ni pretendo erigir una estatua nostálgica a la figura del maestro. De hecho, pretendo mostrar que se hace un uso amañado de ese imaginario vocacional del profesor. Tras esa fachada de falsa dignidad, el profesor es el último eslabón de una lógica de la delegación de la infancia. Voy más despacio. La cosa es simple y burda. Impera una privatización de la infancia y la juventud. Ha hecho carrera esta idea «traqueta» de que se puede pagar porque otro se haga cargo de los niños y de los jóvenes (sí, y de las niñas y las jóvenes, pero me enferma esa sobreactuación del lenguaje). Las pensiones y matrículas parecen eximir, bajo la forma de una transacción comercial, a la sociedad en conjunto de su responsabilidad con la infancia. A partir de su corresponsabilidad en el cuidado y formación de los niños, ahora se va señalando, además, a los profesores como culpables, como la encarnación de todos los males de la educación, como aquellos que terminan por fallarle a todos, porque son incapaces de fallarse a sí mismos. A la final son el eslabón más visible de una cadena que va delegando a la infancia de mano en mano, como en el juego de tingo-tingo-tango. Lo que se termina ocultando es la corresponsabilidad, es decir, el hecho de que la infancia y su cuidado es un asunto de todos, que además implica entender que los niños y jóvenes son parte del presente y no un futuro abstracto que se puede posponer.

No contentos con suponer que todo tiene un precio, que una suma engloba el hacerse cargo de la infancia, al docente con cabeza de león se le demanda ahora un vientre de cabra y una cola de dragón. En el colegio se espera que no naufrague en medio de una burocracia de papeles que ha reducido los indicadores educativos a formatos, firmas, cuadros y tablas por llenar una y otra vez. Los papeles que blindan, como prueba, cada acción realizada sobre los niños, cada vigilancia, cada control, cada ayuda, cada oportunidad. Se le pide al docente que se lave las manos con formatos. Además, la soledad de los niños les exige un rol afectivo que ningún texto o diploma puede encerrar. Se le pide ser ejemplo de una vida con sentido. Tal cual. Ya que casi siempre alguien se ha partido el culo, se ha sacrificado por ellos, los niños viven en deuda con otros que pospusieron su vida por ellos. Padres y madres que encaran a los niños con una cuenta de cobro afectiva con saldo siempre en rojo. Y el docente se ve encarado por estos saldos, se espera que esté ahí para ellos sin sacrificio, que sea feliz por lo que hace, que se respete y los respete. Los niños y jóvenes van esperando esa figura mítica de un adulto orgulloso, de un Godot que de esperanzas, que tan solo muestre que es posible.

Maestro, burócrata, experto, investigador, y por qué no, amigo, confidente y ejemplo. El docente es una quimera. Figura monstruosa que se acentúa con nuevas paradojas. La segunda paradoja: el héroe. No, precisamente no se trata de la gloria o la inmortalidad. Se trata simplemente del pisco siempre puesto a prueba. A prueba por su edad, pues su cerebro parece ser un activo depreciable en la lógica de la educación como empresa. A prueba por la burocracia, porque se le demandan competencias administrativas. A prueba por la tarjeta puntos que debe acumular si quiere permanecer o mejorar sus condiciones salariales. A prueba por los padres que «pagan» para que su hijo aprenda, no para que «su hijo estudie». A prueba por los estudiantes que esperan que sepa, que no se la deje montar, que les exija, que los motive, que no los aburra, que los pase, que les dé espacio y tiempo para su propia vida, que demandan a un sabio salomónico. A prueba por el mundo que espera que sea feliz y se sienta realizado por su labor, por su servicio, por su vida. El docente bien puede ser Ulises, pero también las sirenas; puede ser Hécules, pero también Medusa, el león de Nemea, el toro de Creta… o el ciclo de los doce trabajos si es hora cátedra; puede ser un Annunaki, Batman, el guasón, Clark Kent o Kal-El. Aunque es mejor que no se detenga mucho, que llene la siguiente forma, que saque la siguiente nota, que escriba el siguiente artículo, que obtenga el siguiente título, antes de que sea demasiado tarde.

La docencia es una fábula que nos tragamos muchos como verdad no siéndola. Eso es nuestra culpa y seguro nuestra ingenuidad. Pero otra cosa es querer tapar el sol con un dedo, a conveniencia, y señalar a los docentes, a los profes, como culpables de la educación. No hay que ser idiotas. La responsabilidad por la infancia está repartida en muchos actores de campo social como para señalar una y otra vez a los maestros como la cabeza de Medusa. Si hay que aceptar que el niño dios son los papás, también hay que aceptar que la educación es cada vez más un negocio y no una vocación; no al menos como voto de pobreza, obediencia y castidad. No caigamos en la falacia de invocar argumentos nostálgicos y encaremos de frente con los términos más acordes al mundo y a la realidad.

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5 Responses to La docencia como quimera.

  1. Jack says:

    Totalmente real. Yo que pasé por la vida religiosa y que ahora trabajo en la educación sé que muchas veces la labor del profesor se ve como una obra caritativa, llena de sacrificios (tiempo y esfuerzo) que el docente debe hacer «con gusto» por su vocación.Lo que es peor es que en la mayoría de las instituciones se ve a los profesores como un mal necesario, y si en las pruebas del ICFES no hay resultados, algo malo están haciendo los profesores, y sólo los profesores. Si algún estudiante pierde el año, padres de familia y directivos terminan echando todo atrás porque faltó un formato, porque no hubo suficientes oportunidades para que el estudiante recuperara, etc, etc. Es una labor muy mal agradecida y lo peor es que ya los profes así lo asuman con resignación.

  2. ML says:

    Muy bueno. De acuerdo!

  3. Me hace pensar lo que escribes en estas noticias en las que se anuncian los tristes casos de suicidio infantil porque el chico «se tiró el año» —claro—, en los que lo primero que se hace es preguntarse si los profesores no habían notado nada y se hacen recriminaciones sobre esos horribles monstruos que por ser unos déspotas que no permitieron al joven recuperar cincuentamil veces o no fueron capaces de «ayudarle con la nota» y causaron de ese modo tan terrible tragedia. Muchos padres ven en la mensualidad que pagan en colegios o incluso el semestre en la universidad, la garantía no de que sus hijos aprendan sino de que pasen y se gradúen. Es difícil, en ese sentido —y para nada quiero santificar el hecho de ser profesor— continuar creyendo en la educación cuando su objetivo principal parece ser todo, menos el aprendizaje y cuando a la exigencia de títulos, publicaciones, tutorías y demás, se le suma la obligación de ser niñero de bebés grandes porque finalmente uno eligió esa «ocupación tan noble»; hay que ser un ejemplo de virtud y sacrificio, un intelectual y además un padre suplente y asumir responsabilidades de toda índole pero eso sí, sin ser un tipo «problemático».

    Concuerdo contigo en todo lo escrito y añadiría, en todo caso que por más «desagradecido» —para usar el cliché— que sea el trabajo del profesor, pues está uno mismo llamado a darle la dignidad que quiere y a pensar la educación, seriamente, e intentar hacerle pistola al sistema y al cuentico de la martirización con todas sus fuerzas.

  4. Jose.acosta says:

    Excelente artículo y estoy totalmente de acuerdo, triste que Colombia siga pensando la educación como negocio o en el sector público como lo mínimo, que se piense solamente en el SENA como el gran alcance o el golazo de los últimos gobiernos, tristemente no existe una actitud edificadora para este tema, y culpas son las que sobran, corrupción, globalización, violencia, pero para no quedarnos en lo que siempre hace el colombiano común, criticar,, toca seguir en esta lucha continua de apoyar a los profesores actuales, ingenuos, criticones con causa, inconformes que lo único que desean es educar.

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